Carlos Hartazgo, 2025.

Ante ti, una figura desciende lentamente desde lo alto, como si el cielo la hubiese liberado. Sus ojos cerrados no indican sueño, sino calma; una serenidad profunda, casi sagrada. En una mano, un libro: el símbolo del conocimiento íntimo, personal. En la otra, el emblema de Casa Careya —un abrecartas de carey convertido en fuente de luz—, como si revelara que cada estancia aquí es el inicio de una historia que apenas se abre.

Su pie derecho apenas roza la superficie del agua; el izquierdo, suspendido, marca el tránsito entre dos mundos. Una máscara se desprende de su rostro, dejando ver su esencia, libre de artificios. Su vestido etéreo y los fragmentos que se alejan de su cuerpo nos hablan de algo más profundo: un alma en proceso de desdoblamiento, de soltar, de volver a sí misma.

A su alrededor, aves de Yucatán y pequeñas plantas locales la acompañan, recordándonos que el entorno también es parte de esta metamorfosis. El murmullo del viento y el canto de las aves completan la escena, envolviéndote mientras lees, sueñas o simplemente respiras.

Este mural no es una pintura: es un momento suspendido. Una invitación a dejar atrás lo que ya no eres y abrazar, en silencio, todo lo que podrías ser.

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